Vivir de perdedora VI: no sé cómo titularlo
Las dos semanas de licencia se acabaron. Atrás los dolores y, sobre todo, la contención. Me sentí débil, pero nunca sola y ahora volví a mi estado. Terminaba de tomar té y me puse a pensar o, en realidad, a reprocharme. No quiero llorar, porque si me cae una lágrima las siguientes fluyen como caudal y mañana el resultado estará más que a la vista: ojos hinchados. No quiero llorar, pero me siento llorando. Bebo un poco de té para no flaquear en mi intento, pero siento muchas ganas de llorar. Me cuestiono si soy lo suficientemente sincera como siempre creo ser. Quizás no es tan así como pienso y es básicamente porque pese a decir lo que realmente me pasa, siempre me valgo de un escudo protector. Intento ser indiferente cuando, en realidad, me importa demasiado. Intento reírme, cuando, en realidad, sólo quiero parecer menos profunda y más superficial (y así evitar comentarios del tipo 'no seas cuática). Pero más allá de eso, me siento gigante, enorme e incuantificablemente idiota. Idiota, porque cuando se trata de los demás me conformo con muy poco. Si, quizás, fuera más segura exigiría más que aceptaría sin reclamos. Soy idiota, porque quiero parecer lejana, mas fría o indiferente, pero lo único que tengo son buenas intenciones y emociones a flor de piel.
Estoy cansada, me esmere ordenando y dejando todo en su lugar pero olvidé que aún estoy lenta y los puntos, a veces, resienten. No es un buen día para mí y no sé a quién contarle. Tampoco quiero, porque ya ni sé cómo explicar lo idiota que soy.
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Me preguntaba hace unos años: ¿cómo seré a los 25 años? ¿viviré con mi familia, habré terminado la Universidad; trabajaré, seré feliz..?
Cuando fuimos unos preescolares, por allá en kinder, además de mímicas, canciones y jueguitos, la lectura de las tías era clásico. Pedrito y el lobo y las infinitas enseñanzas a través de historias con repetidos protagonistas. Los animales -o animalitos como dirían una de esas tías- siempre estaban presente; dulces fábulas que acompañaban esas mañanas o tardes que luego, en casa, repetíamos a detalle. Y antes, mucho antes, más de una vez pedimos a algún adulto descifrar ese compilado de letras ininteligibles para un niño cualquiera.
Nunca me ha importado mucho perder y eso debe ser porque nací restando: chica, cachetona, gorda, ciega, insegura y un largo etcétera. No recuerdo algún día en que me haya sentido exitosa; quizás un rato, pero jamás las 24 horas del día. Nunca me he podido apropiar de una especie de logro, gozar del lado victorioso de la vida e inflar el pecho de orgullo. Cada vez que avanzo, termino doblándome un pie, cayendo al piso y retrocediendo cinco pasos. Cada vez que creo ver eso que llaman una luz al final del túnel, termino encandilándome, con los ojos achinados y obnuvilada total. O sea: viendo absolutamente nada.
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El azar me dejó aquí. Yo sólo quiero decir...
lunes, 18 de abril de 2016
viernes, 18 de marzo de 2016
Vivir de perdedora V: igual que a los 17
Me preguntaba hace unos años: ¿cómo seré a los 25 años? ¿viviré con mi familia, habré terminado la Universidad; trabajaré, seré feliz..?
Es como si los años hubieran pasado camuflados frente a mí, porque no me dí ni cuenta. Pasaron tan veloces que hoy estoy aquí, con 25 años sobre los hombros y las mismas preguntas que a los 17. Lo peor/mejor es que mi cabeza se detuvo. Avanza, claro, evoluciona y madura, en parte, pero esos miedos que atemorizaban mi adolescencia continúan ahí, estacionados, anclados, pegados y aferrados. El tiempo sigue su curso y ellos no se van, como esos incómodos invitados que, en realidad, nadie invitó.
En momentos como este, me gustaría ser un precipitada multimillonaria. Me gustaría echar dinero en mis bolsillos y arrancar sin pensar en que debo pagar el arriendo, la luz, el agua, el internet, la mercadería y ese largo etcétera de sandeces de 25 años. Doblar de música mi mp3, cargarlo hasta que pareciera explotar y lanzarme a recorrer Chile; pienso en todo aquello que no conozco y desearía ver que sólo la angustia es el trago menos amargo. A los 17 creía que estaría feliz de haber hecho mi pasión una profesión... que estaría en el lugar que siempre quise estar... y pensar eso es muy frustrante.
¿Y a los 33, que será de mí..? pienso ahora, enredada entre esos laberintos que me dejan sin puerta de salida. De seguro estaré más gorda, quizás con algunas canas y las primeras arrugas asomándose por la cara. De seguro tendré las mismas preguntas que a los 17, porque si algo entendí es que por más adornos e historias para contar, sigo siendo yo... yo, la inestable María Paz de siempre.
PD: Agradable resulta escribir antes de abrir la boca para llenar de estupideces a un interlocutor cualquiera. Y lo que más me agrada es que nunca reviso lo que voy dejando, sólo muevo los dedos con el teclado en llamas por cuánta grosería.
jueves, 10 de marzo de 2016
Vivir de perdedora IV: la vida es injusta
¿Ya dije que soy fea, cierto? ¿Y fome? ¿Y aburrida? ¿Y latera? ¿también lo había dicho? ¿Cierto? Ah, bueno, parece que poco ocurrente además. Es que... ¿de qué sirve la honestidad, la empatía y los buenos sentimientos si, finalmente, el mundo es tan superflúo que nadie ve eso? ¿para qué desgastarse o esforzarse si, finalmente el mundo es tan obvio? ¿para qué..?
No debería sorprenderme, perola verdad es que me entristece. En horas como estas, me siento como si fuera una pluma... sin dirección, sin peso, sin importarle a nadie que flote por ahí. Y eso, aunque lo niegue, me entristece más aún. No deberían importarme los otros si ya sé que el mundo es obvio. Ya sé que personas como yo están destinadas a vivir cuestionándose cada estado, a sentirse blanco de injusticias, a caminar con la cabeza agacha para evitar llamar la atención al pasar, a vivir de perdedora... Soy una loser y estoy consciente de eso. Lo-ser.
Vivir de perdedora III: 'creéte el cuento'
Cuando fuimos unos preescolares, por allá en kinder, además de mímicas, canciones y jueguitos, la lectura de las tías era clásico. Pedrito y el lobo y las infinitas enseñanzas a través de historias con repetidos protagonistas. Los animales -o animalitos como dirían una de esas tías- siempre estaban presente; dulces fábulas que acompañaban esas mañanas o tardes que luego, en casa, repetíamos a detalle. Y antes, mucho antes, más de una vez pedimos a algún adulto descifrar ese compilado de letras ininteligibles para un niño cualquiera.
Las historias, historietas, fábulas, cuentos y relatos desde tiempos mitológicos... Ya, pero me desordené. Yo quería escribir de los cuentos, pero no de los relatos sino de expresión. 'Es súper cuentero', aseguran algunos para describir al típico personaje que, dicen, no se le escapa ni una. Ese personaje canchero, bueno para la talla, sociable, entrador, conversador que soporto sólo en mi trabajado cometido por ser tolerante. El problema es que a mí siempre me han dicho todo lo contrario: tienes que creerte el cuento.
Un cuento es una invención con inicio, desarrollo y fin... pero yo sólo tengo inicio o, al menos, eso me parece. Para creerme el cuento tendría que validar logros, sin embargo ahora que pienso no se me viene nada a la cabeza. Para creerme el cuento, tendría que tener historia y yo lo que menos tengo son historias para contar. Para creerme el cuento tendría que falsearme y a mí me encanta la honestidad. ¿Cómo es, entonces, eso de creerme el cuento? Temo que, quizás, es sólo una manera sutil de restregarme lo insegura que puedo parecer... O, en casos, de decir: deja de hablar tonteras. No-lo-sé.
miércoles, 9 de marzo de 2016
Vivir de perdedora II: fotografías en las redes sociales
De quinceañera, sólo recuerdo un par de imágenes y, de esas imágenes, sólo recuerdo algún mechón estudiado para que cubriera el rostro, sobre todo algún granito espontáneo o esos globos regordetes que tengo por mejillas. Podía sacar mil quinientas, pero, con suerte, seleccionaba un par. Sí, podía pasarme la tarde entera creyéndome fotógrafa, pero el resultado nunca era satisfactorio. No me gustaba nada de mí.
Pasaron años en que no me atreví a mostrar alguna fotografía en las redes sociales del momento. O, bueno, teécnicamente lo hice, pero bajo siete llaves de privacidad... sólo para que yo pudiera verlas. Creo que me aterraba esa exposición, la sensación de que los demás pudieran clavar su atención en mi apariencia. Dar click en la opción de disponer alguna imagen al juicio público, era toda una lucha interna. Por eso es que siempre admiraba en silencio a las niñas seguras, aquellas que no se preocupaban de mostrar su cara y su cuerpo a los otros. Siempre quise poder algún día sentirme bien conmigo misma, pero ese maldito fantasma de inferioridad no dejaba de rondar.
Ahora, con 25 años, recién dejo de tener ese miedo. Hace no más de un año me desafié haciendo públicas algunas poses improvisadas. Digo así, porque, increíblemente, ni siquiera invierto tanto tiempo en sacarme unas fotos, luego seleccionar alguna y bienvenido escrutinio público. Las inseguridades persisten, pero creo que, en parte, la resignación es la fiel compañera. 'Es lo que hay', dice esa frase popular que, aunque conformista, no deja de tener razón.
Pareciera una historia con final feliz, pero no pues, todavía hay muchos temores. A veces hojeo algunas plataformas virtuales y veo demasiada belleza femenina. Me sorprende, me asusta, me empequeñece. Jamás me ha generado una especie de envidia-como podría pensarse- porque para sentir eso tendría que anhelar esa armonía. Y, a decir verdad, sólo me siento un diminuto flotante en este gran mundo. ¿Cómo esperar que alguien ponga la atención en ese punto? ¿cómo creer que alguien sea capaz de mirar puntos?
Yo lo entiendo... nadie se detiene en eso. Yo lo entiendo bien, en serio, porque nadie puede atreverse y atraerse de sólo un punto del infinito.
lunes, 29 de febrero de 2016
Vivir de perdedora
Nunca me ha importado mucho perder y eso debe ser porque nací restando: chica, cachetona, gorda, ciega, insegura y un largo etcétera. No recuerdo algún día en que me haya sentido exitosa; quizás un rato, pero jamás las 24 horas del día. Nunca me he podido apropiar de una especie de logro, gozar del lado victorioso de la vida e inflar el pecho de orgullo. Cada vez que avanzo, termino doblándome un pie, cayendo al piso y retrocediendo cinco pasos. Cada vez que creo ver eso que llaman una luz al final del túnel, termino encandilándome, con los ojos achinados y obnuvilada total. O sea: viendo absolutamente nada.
Estoy acostumbrada a perder, menos cuando se trata de kilos. A veces creo que la respuesta es bien simple, pero la mayoría de las ocasiones me mareo pensando. Quizás la culpa es de esa arraigada, maldita y brutal dualidad que llevo anclada en mi cabeza: expectativa/realidad. Soy un ente que vive de ilusiones y ESE es mi gran problema. Pese a que soy muy autoexigente, me conformo con demasiado poco cuando se trata de la otredad. Puede parecer meloso, pero sólo unas sonrisas y una mirada honesta alegran ese par de horas en que puedo acercarme al exitismo. Y todo por las ilusiones, las expectativas, el mundo que habita en mí pero que no se extrapola a la realidad.
Vivo con la mirada fija en el cielo y los pies en las nubes. Cuando camino por las calles llevo siempre audífonos, por eso es raro que mi paso se detenga al son de unas bocinas furiosas. Soy una perdedora, porque me encuentro mil defectos, pisoteo mi autoestima y el autoboicot es siempre una opción de día viernes encerrada en mis cuatro paredes.
miércoles, 3 de diciembre de 2014
Decidida: vengan más 'primeras veces'
Y dice: "siempre hay una primera vez para todo, incluso para experimentar las sensaciones más temidas y anheladas". A la ligera y sin pensar mucho, parece una expresión obvia. La misma lógica sugiere que siempre hay una primera vez para todo; para tomar una ruta distinta a casa, para saludar a una persona por la vereda de una calle o, simplemente, para fijarse en algún detallito poco visible de nuestro mismísimo cuerpo. Y escrudiñando aún más: claro que se habla de primeras veces para un todo. Sería extraño que ese todo, tan grande e inconmesurable, abarcara sólo un punto del orbe. Sería extraño que al cometer una acción se comience a contar desde la segunda vez que se realizó. La aritmética lo habla y yo, que poco tengo que ver con números, sólo me resigno a asentir. Sin más.
¿Pero será lo más anhelado parte de las sensaciones más temidas? Si miro desde una óptica media masoquista, calzaría perfecto. Pero si cambio foco y me cuelo por las raíces de la sensata racionalidad, pierdo el norte. Como la vida, no lo puedo negar ni afirmar. Eso sí, desde la aventura ideada por mis locos espirales flotantes, tengo un combinado de ambas. Anhelos hay varios, temores muchos más... quizás. Y si, entonces, tomo ambos y los pongo en un platillo, más que fusionarse, estarían mirándose. Con un poquito de distancia, pero nada de violencia. Más explícita: algunos temores son mis anhelos y algunos anhelos son parte de mis temores. Pero no hablo de absolutos.
Lo cierto es que hay sensaciones. Dulzuras, locuras, resquemores, pasiones, indecisiones, seguridades y cuánta emoción haga tambalear el cuerpo. Y yo tengo varias primeras veces. Como cuando dejé de pensar tanto en la otredad, ese mismo día cuando me aburrí de actuar conforme a las normativas sociales, éticas, morales o qué cosas, para perderme en mis convicciones. Porque no hay nada peor que no hacer lo que querías hacer. Nada peor que quedarse con las ganas de aventurarse, porque, dicen, al menos, de los arrepentidos es el reino de los cielos.
Por eso quiero más primeras veces. Tengo algunas en mi mochila, pero necesito armarme de una gran valija. Quiero llevarme todas las primeras veces. Y las primeras veces, cuentan, siempre son importantes... pero las segundas veces también, ojo. Lo primero no necesariamente es lo mejor; tal vez, sólo transición para lo realmente mejor o bien, aquello que marca, pero no ata. Porque no siempre lo primero que llegó es lo que se esperó. No siempre el primero en bailar es el que te invita a gozar. A gozar de los colores, las flores, los momentos y los recuerdos. Es que la primera vez puede ser sólo la primera... un número.
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