lunes, 29 de febrero de 2016

Vivir de perdedora


   Nunca me ha importado mucho perder y eso debe ser porque nací restando: chica, cachetona, gorda, ciega, insegura y un largo etcétera.  No recuerdo algún día en que me haya sentido exitosa; quizás un rato, pero jamás las 24 horas del día. Nunca me he podido apropiar de una especie de logro, gozar del lado victorioso de la vida e inflar el pecho de orgullo. Cada vez que avanzo, termino doblándome un pie, cayendo al piso y retrocediendo cinco pasos. Cada vez que creo ver eso que llaman una luz al final del túnel, termino encandilándome, con los ojos achinados y obnuvilada total. O sea: viendo absolutamente nada.

   Estoy acostumbrada a perder, menos cuando se trata de kilos. A veces creo que la respuesta es bien simple, pero la mayoría de las ocasiones me mareo pensando. Quizás la culpa es de esa arraigada, maldita y brutal dualidad que llevo anclada en mi cabeza: expectativa/realidad. Soy un ente que vive de ilusiones y ESE es mi gran problema. Pese a que soy muy autoexigente, me conformo con demasiado poco cuando se trata de la otredad. Puede parecer  meloso, pero sólo unas sonrisas y una mirada honesta alegran ese par de horas en que puedo acercarme al exitismo. Y todo por las ilusiones, las expectativas, el mundo que habita en mí pero que no se extrapola a la realidad.

   Vivo con la mirada fija en el cielo y los pies en las nubes. Cuando camino por las calles llevo siempre audífonos, por eso es raro que mi paso se detenga al son de unas bocinas furiosas. Soy una perdedora, porque me encuentro mil defectos, pisoteo mi autoestima y el autoboicot es siempre una opción de día viernes encerrada en mis cuatro paredes.


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