Pusilánime. Aletargamiento propio de una postrimería, de un ahogo espontáneo; cruel, intuitivo, sabio, inocente, enajenado. De cuando faltan las palabras, se olvida la cordura y flota arriba, en lo más alto, cada pulsión reprimida. De esas que callan, se barren bajo la alfombra y aprietan en lo más profundo. Las maquillé. Las escondí bien lejos, fuera del ruido que envenena y duerme en perfecta sincronía. ¿Para qué? ¡Quién sabe eso! Para qué disfraces, acuerdos y mentiras. Para qué luchar contra un torbellino de emociones que, tarde o temprano, iba a desatarse. No entiendo.
Cuestiono cada paso, cada esbozo, cada mínimo detalle que bien plantado estaba ahí, en ese huerto lleno de matices y flores. Para qué, si la primavera avanzaba rápido. Para qué, si el invierno consumió raíz por raíz. Eso es. Quema. Todo se quema. Y se va, como si nada, como si nunca hubiera pétalo echado encima. Como si las plantas fueron sólo una simple y banal ilusión. Puras quimeras. Arcoíris sin sol y lluvia, sin estación y calor.
Principio y fin. Trama, adornos, entonaciones; vida. O ciclos. O etapas. O, simplemente, segundos acumulados en un paso de tiempo. El cosmos también. Todo alineado y profundamente encuadrado. No lo sé. Verdad hay incluso en la locura. Vaya a saber cómo, vaya, incluso, a demostrarlo. ¿Plasmándolo? ¿Escribiéndolo? ¿Expresándolo ilimitadamente? Tal vez dejar espacio a la imaginación. Fuera de normas, estereotipos anticuados y amontonamiento de culpas. Sí, eso mismo. Hoy. Para qué esperar.
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