sábado, 14 de abril de 2012

Secreto de luna


  Uno, dos, tres, cuatro… Cien. Macarena se destapó los oídos, miró hacia los lados y echó su cabeza sobre el escritorio de su habitación, contigua al baño de su casa. Estaba cansada. Ya no quería escuchar esas peleas estrepitosas de su madre con el nuevo conviviente, un cincuentón de una panza tan grande que le colgaba del pantalón. Por eso contó hasta cien, aunque la semana pasada llegó hasta mil. Todo un récord.


  El horario marcó las 06:00 de la madrugada y Macarena yacía ahí, encima del viejo catre heredado de su abuela que se fue de viaje por los cielos el pasado mes. En toda la noche sus ojos no consiguieron cerrarse, parecía un cadáver sobre la cama. Pálida y estática miraba el techo, como si quisiera encontrar algo. De pronto una aguda melodía la asustó, saltó de su aposento. En tres pasos llegó hasta el escritorio y de un certero golpe el sonido calló. La muchacha le pegó a un viejo despertador, un despertador que marcaba el comienzo de un nuevo día. 

  Hacía calor, aunque no es para menos: casi treinta almas encarceladas en cuatro paredes. Quietos como una fotografía, silenciosos como si fueran mudos. Ningún susurro interrumpía a la delicada voz femenina que hacía baile de sus conocimientos. Ningún bullicio despertaría el ímpe… No. Porque había algo que molestaba en esa vieja sala de clases. Parecía una mosca que aleteaba furiosa por haberse enredado en una de las cortinas. Casi imperceptible pero seguía ahí, revoloteando en el oído de la mujer de presencia maternal. Ella estaba inquieta. Caminó lento por la sala, los tacos de sus botas encueradas se posaban con firmeza en el suelo, como disparos de un macabro crimen. Siguió hasta el último pasillo y el ruido se le hizo cada vez más familiar. Miró hacia un costado y suspiró fuerte. Muy fuerte.


   La chasquilla casi escondía sus bolitas de miel. Redondos y adornados por un ramillete de oscuras pestañas eran los ojos de Macarena. Estaba sentada en posición india afuera de la sala, aún no convencida de esperar el último minuto de Problemas del Conocimiento. Tenía vergüenza. La profesora de la clase la echó por irrespetuosa, como le increpó en medio de la cátedra. Y es que escuchaba música en su walkman, su melodía favorita: la novena sinfonía de Beethoven. Un gusto poco común entre veinteañeras, pero que lejos de molestarle era de su total agrado. Por eso no contaba con un séquito de amigas para asegurar popularidad. Nada de eso, sólo reconocía en su prima una buena compañera. Menuda chiquilla que veía cada verano, con la que solía recoger manzanas en el campo de sus abuelos paternos. 

   Una mano le hizo señas desde la puerta del aula. En el dedo índice lucía un anillo de madera, muy hippie. Macarena tomó su raído bolso de cuero y se lo cruzó. Caminó tímida hasta la sala y divisó a Alejandra, una pecosa compañera de generación que le aconsejó ofrecer disculpas a la maestra. La joven estudiante de Filosofía se rehusó. No estaba de ánimos. Pasó la noche en vela esperando algún saludo. No durmió por la ilusión de que su madre atravesara el pórtico de su habitación para desearle un mísero feliz cumpleaños. No pretendía plantarse frente a una verdadera desconocida que más encima la humilló ante decenas de ojos. Ni siquiera le recordaba el rostro. 

   Por qué y para qué estar. Así se lo podía pasar el día entero la jovencita, buscando motivos que la incentivaran a vivir. A veces quería que un auto la atropellara por una accidental y extraña razón, otras prefería tenderse en el pasto y mirar el cielo para encontrar figuras en las nubes. Nadie recordó su preciado 20 de octubre, nadie recordó que ese día enteraba un lustro; sus veinte primaveras. Si su abuela hubiera seguido durmiendo en el catre que le heredó, habría encontrado en ella un cálido refugio. Pero ella marchó lejos. Sus ochenta y cinco años no la dejaron en paz. Desde hace tres, no había día en que no le recordaran su edad. Todo comenzó con un típico resfriado, pero se fue de un inesperado paro cardiaco. Su corazón le falló, ese mismo que Macarena conoció a fondo.

   “Decidí estudiar Filosofía, porque me gusta cuestionar el mundo”, rezaba en una esquina del diario de vida que hace tres octubres le entregó su abuela. La muchacha frunció el ceño y enseguida una mueca se convirtió en sonrisa. Escribió ese trozo un año antes de entrar a la Universidad, cuando su mamá aún no conocía a ese mecánico que se lo llevó a casa. A ese hombre que Macarena aborrecía con toda su alma. Al mismo a quien sorprendió en más de una ocasión mirándola por la ranura del baño mientras se vestía después de una ducha. 


   El mediodía del martes la joven se plantó frente al fichero de su Facultad. Puso el dedo sobre el vidrio para encontrar su próxima clase. No le gustó la idea: tenía que ir a Problemas del Conocimiento. En un segundo recordó su bochorno y echó pies atrás, pero en ese mismo momento chocó con Alejandra. La chiquilla pecosa de lisa cabellera hasta los hombros sonrió a Macarena y ésta le respondió, pero nerviosa. Juntas se encaminaron hasta la vieja sala. Miraron por el vidrio de la puerta y la sala estaba vacía. El minutero se corrió ocho espacios y nadie llegaba. Las muchachas se miraron decididas a marchar, a Macarena le gustaba la idea. Así, no tendría que verle la cara a la profesora y se ahorraría una vergüenza. Pero nada fue como planeó: una vez que voltearon dispuestas a largarse una toz las alertó. De un movimiento brusco desplazaron sus cabezas, la maestra de gesto amable les sonreía. 


   La noche estrellada cubría la pared. El cuadro de Van Gogh era el único adorno de la estrecha oficina de aroma a vainilla que emergía de un incienso. Una mesa moro, ubicada exactamente en el centro, tenía una carpeta limón sobre sus hombros. En sus pies, una crema alfombra. Nada de lujos, de no ser por el cuadro la sencillez reinaba en el lugar. Una sencillez que, paradójicamente, nada tenía que ver con ella: una treintañera exitosa, inteligente y osada de estilo medio intelectual. Delgadas y pequeñas eran sus manos que tenían luces en sus dedos, diez uñas de color cereza. Sentada en una cómoda silla reía como una verdadera niña. Macarena no sabía bien cómo fue que llegó ahí. “Estaba con Alejandra, nadie había en clases, esperamos unos minutos y apareció”, pensaba en secreto una y otra vez. No sabía bien cómo fue que hace ya dos horas le había contado casi toda vida a una desconocida, a la profesora que la echó de clases sin resquemor.


   Macarena miró el reloj que llevaba atado a su muñeca, eran las 20:00 horas. Un sudor recorrió su pecho que se agitaba fuerte. Respiró dos veces y otra vez miró el reloj como queriendo que avanzara de una vez, aunque ni medio minuto había pasado. Un escalofrío recorrió su piel. Se sentó en su escritorio, movió los dedos sobre el mostrador y nuevamente se puso de pie. Avanzó hasta el baño. Una vez adentro encendió una luz y puso sus ojos frente al espejo. Luego tomó un polvillo oscuro y lo esparció sobre sus párpados. 


   “Paparazzi” decía bordado el delantal de un crespo joven que atendía las mesas. Macarena estaba ubicada en una de las esquinas, justo al lado de un gran ventanal perfecto para un caluroso 21 de octubre. En sus manos tenía la carta del local, le echó un vistazo aunque sin pensar. Tenía otra cosa en su cabeza: Esperaba a la profesora de Problemas del Conocimiento, la que con intención dadivosa la invitó de copas como regalo de cumpleaños. El bar estaba repleto, a las 20:30 horas no había una mesa sin ocupar. Todos conversaban acompañados de una música de fondo que Macarena no conocía, es que era muy moderna para sus gustos. De pronto una mano le tapó la carta: las uñas cerezas estaban ahí. La muchacha levantó la mirada, se puso de pie y besó en la mejilla a ella, la profesora de Problemas del Conocimientos. Se sentó ruborizada y le clavó los ojos miel en su rostro. Llevaba un vestido de verano, liviano y carmesí. Su pelo estaba atado a una cinta negra y sus labios brillaban combinados. Parecía resaltar entre la gente, como un punto de luz


   Uno, dos, tres, cuatro… Diez. Una decena de veces llamaron al jovencito. Pedían lo mismo: una copa de pisco sour y otra de cerveza. A la veinteañera no le gustaban los tragos fuertes, prefería que la cebada se derritiera por su boca. La profesora, en cambio, prefería el cítrico sabor del limón. Ella estaba más contenta de lo normal. Reía a carcajadas, incluso lloró de risa al escuchar las historias de la muchacha, quien repetía las mismas viejas anécdotas que su abuela le contaba. Y la profesora seguía disfrutando, media obnubilada y mareada por las copas de más. Tanta confianza había en el ambiente que llegó a disculparse por haberla expulsado de la clase el día de su cumpleaños. Macarena estaba contenta, desde que su abuela dejó de respirar nadie había sido tan gentil. Nadie le recordaba su imagen más que ella. Aunque con unos años menos y un poco más de belleza. 


   La maestra cerró los ojos. Llevó la mano de la joven a su pecho y la frotó por el sector. Una gota de sudor recorrió la frente de Macarena que parecía no entender la acción, pero sí que le gustaba. Sentía nervios, nervios por saber qué había bajo el carmesí. La profesora sacó dos billetes naranjos de su cartera y los tiró sobre la mesa. Con un guiño coqueto contempló a la joven y corrió hasta salir del local, la muchacha la siguió. Afuera el aire estaba húmedo, ya había pasado una hora del otro día. Era 22 de octubre. La profesora se sacó los tacones y los tiró sobre el asfalto. Con un gesto inesperado, agarró la cintura de la muchacha y la apretó contra su cuerpo. Macarena estaba tiesa, no sabía qué hacer pero bastaron segundos para que sus impulsos la llevaran hasta el auto de la maestra que esperaba en un callejón aledaño a “Paparazzi”. 


   La tiró sobre el asiento trasero, rasgó su carmesí traje y abrió las piernas con sus manos. Temblaba de ansiedad. El listón de la treintañera cayó por el suelo aunque ninguna de las dos se preocupó. La joven estiró su lengua enardecida de pasión y la introdujo en la boca de la profesora. Un feroz ósculo casi le devoró el labio, el aroma a vainilla que habitaba en la oficina expelía de su tez canela que se enredaba en sudor y agitación. Las delgadas manos de la maestra acariciaban la pasión de un loco impulso de juerga, mientras la cándida fogosidad de la lozanía quemaba su piel. Los vidrios del auto estaban empañados, la cabeza de Macarena también. Besó con dulzura el vientre de la maestra, enajenada por el delirio de una madura sensualidad femenina. Parecía que el corazón se le iba a escapar, que la intensidad de sus latidos rompería su pecho. Y no agotadas, seguían bañándose en sudor. Macarena le susurraba al oído palabras anónimas, le espiaba el placer de lujuriosos besos alborotados que remaban por el océano del regocijo desconocido. El corpiño se desgarró, dos gotas perfectamente redondas nadaron en excitación sobre la delgada figura de la veinteañera. Cálidas caricias, una perfecta sincronía frenesí, humedecía el auto que hasta esta altura era como un templo. 


   Era un verdadero laberinto de extremidades. Una pierna sobre la otra, una pollera en el suelo y dos cuerpos juntos como uno. El sol se colaba por los vidrios del auto, el crepúsculo aparecía amarillo y luminoso. Eran las 06:00 de la mañana. Si no hubiera sido por un impulsivo bocinazo, aún estarían tendidas y cansadas tras una noche estrellada, así como el cuadro de Van Gogh. Macarena despertó aturdida y la profesora no quitaba la vista del suelo. Recogió lo que quedaba de su vestido e intentó ponérselo como fuera… El regazo estaba destruido, ató un pedazo de tela a su torso. Había un silencio total. Ninguna de las dos se atrevía a romperlo. Pero Macarena no aguantó, se acercó a la profesora y quiso besar su mejilla. La maestra movió la cabeza, pasó hacia el asiento piloto y encendió el motor del móvil. La joven, sorprendida, bajó del auto y cerró de un portazo. No pasó ni un segundo cuando el auto había desaparecido. Sólo quedó una estela, una estela que se olvidó. 


   Macarena ya no quería ir a la Universidad, incluso maldecía ese 22 de octubre. Todas las clases escuchaba la novena de sinfonía de Beethoven, ahora nadie se lo increpaba… Menos esa profesora. Su pesadilla y sueño. Su debilidad e inesperada pasión que se rompió así como su vida. Nadie la querría más que su abuela, nadie. 


   Olía a traición de la indiferencia, su cuerpo. Como alma en pena recorría los pasillos universitarios, sigilosa y de gesto alicaído. Cada clase presionaba el botón de su walkman, Beethoven la acompañaba. Y es que ya nadie se lo increparía: fue su pesadilla y sueño. Su debilidad e inesperada pasión que se rompió, así como sus días. A regañadientes maldecía aquella noche, asumía en silencio que nadie la querría más que su abuela. Ni ella… ni siquiera ella misma.

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